La Plaza del Oeste se llenó de vida, objetos con historia y conciencia sostenible en una jornada que demuestra que reutilizar también es una forma de convivir
El aroma dulce que impregna Salamanca y resiste al tiempo
Cuatro generaciones de mujeres de La Alberca mantienen viva, cada invierno, una tradición artesanal ligada a la miel, la almendra y al recuerdo
El invierno en Salamanca tiene aromas propios. Cuando el frío se instala en la ciudad y la plaza Mayor se convierte en punto de encuentro para vecinos y visitantes, bajo sus soportales reaparece una estampa que forma parte del paisaje emocional de la ciudad: los puestos de turrón de La Alberca. Allí, año tras año, mujeres que aprendieron el oficio en familia continúan elaborando y vendiendo un producto artesanal que se ha transmitido de generación en generación, ligado a la miel de la Sierra de Francia y a las almendras de las Arribes.
Toñi, Paula, Ana y Emilia forman parte de ese grupo de turroneras que cada campaña regresa a la Plaza Mayor. Sus historias personales, distintas entre sí, comparten un mismo hilo conductor: el aprendizaje en casa, el trabajo duro y la convicción de estar sosteniendo una tradición que va mucho más allá de la venta de un producto. Para ellas, el turrón no es solo un alimento navideño, sino una forma de vida heredada.
Toñi se presenta sin rodeos: es turronera de La Alberca y lleva viniendo a los soportales "más de treinta años". Pertenece a la tercera generación que ella ha conocido en vida, aunque reconoce que la historia familiar se remonta aún más atrás. "Seguramente mi bisabuela también lo sería", explica. Su relato está lleno de recuerdos ligados a la infancia, cuando bajaba a ayudar a sus hermanas mayores mientras estudiaba en Salamanca. "Yo me crie entre la miel y el turrón", resume, evocando una niñez marcada por el olor de la miel caliente y el trabajo compartido.
Ese aprendizaje temprano es común en muchas de las turroneras. En el caso de Ana, cuarta generación de Turrón del Mancebo, su vínculo con el oficio comenzó con apenas quince años, cuando vino a estudiar y ayudaba a su madre en el puesto. A los veinticuatro decidió dar un paso más y montar el suyo propio. "A mi madre le gustaba que siguiera con mis estudios y avanzara en otros campos, pero a mí me tiraba mucho esto", recuerda. La decisión no fue improvisada: pidió el puesto, se lo concedieron y desde entonces lleva décadas instalada en la Plaza Mayor.
Emilia también pertenece a la cuarta generación. Aprendió el oficio de su madre, que fue quien tuvo el puesto antes que ella. Lleva veinte años al frente y reconoce que el relevo generacional es "muy complicado". Aunque algún familiar se acerque a ayudar puntualmente, no hay continuidad asegurada. Esa dificultad aparece de forma recurrente en los testimonios, no como una queja explícita, sino como una constatación serena de la realidad.
Más allá de las historias personales, todas coinciden en destacar el valor del producto que ofrecen. El turrón de La Alberca se elabora únicamente con ingredientes naturales: miel, almendra, clara de huevo y una pequeña cantidad de azúcar para compactar la masa. No hay conservantes ni añadidos. Toñi subraya que se trata siempre de productos de la zona: miel de la Sierra de Francia y almendras de las Arribes. Ana y Emilia insisten en la misma idea: buen producto, de la tierra y trabajado en familia.
Ese carácter artesanal es, para ellas, la gran diferencia con otros turrones. Emilia lo explica con detalle al hablar del proceso de elaboración. Antes, sus abuelas trabajaban con calderas de cobre a la lumbre y removían la masa a mano durante horas. Hoy cuentan con calderas automáticas que facilitan parte del trabajo, aunque muchas fases siguen siendo manuales. "Cuando echas el fruto seco es a mano, envolver el turrón con el fruto seco es a mano", explica. La evolución ha aligerado el esfuerzo físico, pero no ha cambiado la esencia.
La producción anual, según Emilia, puede situarse entre los 4.000 y los 6.000 kilos, una cifra que da idea del volumen de trabajo que hay detrás de cada campaña. Un trabajo que no se concentra únicamente en diciembre. Ana explica que el turrón se elabora durante todo el año en función de la demanda, aunque a partir de septiembre la preparación para la campaña navideña se intensifica. "Justo antes de empezar te entra como un nerviosismo", reconoce, aunque una vez instaladas en la Plaza, el ritmo diario se impone y la campaña se vive con naturalidad.
Ese día a día está marcado por largas jornadas y por el contacto constante con el público. Las turroneras hablan de horas, muchas horas, aunque lo asumen como parte del oficio. Emilia lo resume con sencillez: "Es nuestro trabajo, estamos acostumbrados". A cambio, reciben el cariño de una clientela fiel que, en muchos casos, se repite año tras año.

Para Toñi, uno de los aspectos más emotivos del trabajo es precisamente esa relación con los clientes de toda la vida. Personas mayores que han comprado siempre en su puesto y a las que ha visto envejecer. "Ahora ya tienen problemas de salud, algunos con Alzheimer, te hablan y no te conocen", relata con cierta tristeza. Son pequeñas escenas cotidianas que dejan huella y que convierten la venta en algo más que un intercambio comercial.
Ana también habla de esa cercanía. Con el paso del tiempo, los clientes "acaban siendo como parte de la familia". La Plaza Mayor se transforma durante la campaña en un espacio de reencuentro, donde se mezclan turistas curiosos con salmantinos que bajan expresamente a comprar su turrón de siempre. Aunque ninguna de las tres recuerda visitas especialmente llamativas de personas famosas, todas destacan el trato cercano y el afecto recibido.
Emilia pone palabras a un sentimiento compartido: la nostalgia. Muchos clientes se acercan porque recuerdan haber venido de pequeños con sus abuelos o con sus padres. Otros regresan a Salamanca después de años fuera y vuelven al puesto como quien vuelve a sus raíces. "Es el recuerdo, el volver años atrás", explica. El turrón actúa así como un vínculo con la memoria personal y familiar.
En cuanto al producto estrella, no hay dudas. Todas coinciden en señalar el turrón como la principal razón por la que la gente se acerca a los puestos, especialmente el de almendra. En invierno también tiene mucha aceptación el turrón de nuez, elaborado con nueces machacadas, además de otros productos ligados a la miel: garrapiñadas, miel, polen, propóleo o jalea real. El surtido ha aumentado con el tiempo, aunque, como apunta Toñi, la esencia sigue siendo la misma que la de las turroneras antiguas, que acudían con una mesa pequeña y pocas variedades.
Esa continuidad, con pequeños cambios, es lo que mantiene viva la tradición. Las turroneras son conscientes de que su oficio exige sacrificio y dedicación, pero también de que ocupa un lugar especial en la identidad de la ciudad. Salamanca las espera cada invierno y ellas regresan, conscientes de que su presencia forma parte de un ritual compartido.
La dificultad para asegurar el relevo generacional planea como una sombra discreta sobre sus relatos. No hay dramatismo en sus palabras, pero sí una percepción clara de que el futuro no está garantizado. Aun así, mientras sigan bajando cada año desde La Alberca, mientras la miel se caliente y las almendras se mezclen a mano, la tradición seguirá teniendo un espacio bajo los soportales de la Plaza Mayor.
Allí, entre columnas y paseantes, el turrón de La Alberca continúa contando historias de madres e hijas, de esfuerzo y de memoria. Una tradición que resiste al paso del tiempo, sostenida por mujeres que, invierno tras invierno, convierten su trabajo en una forma de preservar la identidad y el recuerdo colectivo de Salamanca.
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