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"Fuego, muerte y sangre": la histórica batalla de Arapiles, vista desde los ojos de un oficial español
El 22 de julio de 1812 se disputó cerca de Salamanca una batalla clave de la Guerra de la Independencia, rememorada en el nuevo Museo del Cerro de San Vicente
El 22 de julio de 1812, hace hoy 213 años, se vivió a pocos kilómetros de Salamanca una de las batallas más importantes de la Guerra de Independencia: la de Arapiles.
Los dos ejércitos tomaron posiciones la noche anterior. A un lado de la planicie de Los Arapiles esperaban los aliados (españoles, portugueses y británicos). Al otro, los ocupantes franceses. Napoleón había invadido España cuatro años antes y colocado a su hermano, José Bonaparte, en el trono de Madrid. Desde 1808 se habían sucedido los enfrentamientos y la lucha de guerrillas, así que cuando Napoleón atacó Rusia y detrajo recursos de la Península, los aliados vieron la oportunidad de decantar la balanza.
La victoria en Arapiles sirvió para liberar temporalmente a Salamanca de la presencia francesa (volverían en noviembre y no serían expulsados definitivamente hasta mayo de 1813), aunque se cobró un precio terrible: los imperiales habían convertido el convento del cerro de San Vicente en un alcázar y usado las iglesias y palacios como cantera para fortificarlo.

Diorama del museo del Cerro de San Vicente en el que se reproducen los movimientos de tropas durante la batalla. (Foto: A. Santana)
El actual Museo del Cerro de San Vicente, que se levanta sobre los escombros de aquel convento, brinda a los visitantes la posibilidad de conocer cómo se desarrolló el combate de Los Arapiles. En un diorama del campo de batalla reproduce la ubicación de las tropas, sus movimientos conforme pasaban las horas y el desenlace del choque. También exhibe el neceser personal de Wellington, el comandante supremo de los aliados que fue recibido como un libertador tras derrotar a los franceses y cuyo rostro ocupa, además, un medallón de la Plaza.
"Sonaron mil tiros a la vez"
Quien prefiera leer una crónica detallada sobre lo que sucedió aquel 22 de julio puede acudir a los 'Episodios Nacionales' de Benito Pérez Galdós. El célebre novelista dedicó una de sus obras a la batalla de Arapiles y narró el choque desde el punto de vista de un ficticio oficial español llamado Gabriel de Araceli.
Éste relata cómo tras vivir una madrugada "serena y clara", comiendo y brindando con sus camaradas de armas, llegó el alba y "con las primeras luces del día la brigada se puso en marcha hacia el Arapil Grande. A medida que nos acercábamos, más nos convencíamos de que los franceses se nos habían anticipado por hallarse en mejores condiciones para el movimiento, a causa de la proximidad de su línea", según consta en la edición recogida por la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
La 'crónica' de Pérez Galdos explica que hubo escaramuzas en torno a una ermita, que los aliados plantaron una línea defensiva y que los imperiales, ocultos "en el espeso bosque de Calvarrasa", dieron finalmente la cara: "Llegaron los franceses. Nos miraban desde lejos con recelo, nos olían, nos escuchaban".
"Sonaron mil tiros a la vez y se nos vino encima una oleada humana compuesta de bayonetas, de gritos, de patadas, de ferocidades sin nombre"
La tensión continuó -"no puedo dar idea del silencio que reinaba en las filas en aquel momento. ¿Eran soldados en acecho o monjes en oración?"- hasta que en un momento dado "instantáneamente" se desataron las confrontaciones: "Sonaron mil tiros a la vez y se nos vino encima una oleada humana compuesta de bayonetas, de gritos, de patadas, de ferocidades sin nombre. -¡Fuego! ¡muerte! ¡sangre! ¡canallas! -tales son las palabras con que puedo indicar, por lo poco que entendía, aquella algazara de la indignación inglesa, que mugía en torno mío, un concierto de articulaciones guturales, un graznido al mismo tiempo discorde y sublime como de mil celestiales loros y cotorras charlando a la vez".

Recreación de la batalla. (Foto: Ical)
La batalla en realidad estaba comenzando. Los dos bandos se 'tantearon' durante horas sin atreverse lanzar un ataque en campo abierto. Cuando las tropas se desplegaron se sucedieron las cargas con bayoneta y las andanadas de artillería para ocupar, a cualquer precio, el Arapil Grande, el montículo desde el que se domina la planicie. "Era preciso subir a pecho descubierto y echarles de allí como Dios nos diera a entender. El problema era difícil, la tarea inmensa, el peligro horrible".
Los imperiales rechazaron una vez a los aliados, pero la llegada de refuerzos y los ataques de caballería marcarían la diferencia. Al anochecer del 22 de julio, tras varias horas de combate, todo estaba decidido. "En los Arapiles, una de sus más encarnizadas reyertas, llegaron ambos (ingleses y franceses) al colmo de la ferocidad", narra Pérez Galdós.
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